Y aquí va una de las historias que se pueden escuchar cualquier día en la Plaza de Jemaa El Fna.
Hace mucho tiempo, en Marrakech, vivía un vendedor de dulces llamado Kadour.
Los tiempos eran malos entonces, y no tenía mucho éxito y cada día que pasaba
veía como su negocio iba de mal en peor. Llegó un punto en el que ni tan
siquiera se podía permitir comprar la miel con la que endulzaba sus frutos,
pero su orgullo le impedía pedir ayuda a sus familiares y conocidos.
Harto de esta situación decidió abandonar Marrakech e ir en busca de fortuna
a las tierras más allá de las cercanas montañas del Atlas. Ni corto ni
perezoso, al día siguiente, dejó la ciudad llevando consigo la únicas posesiones
que le quedaban, un hatillo de ropa, una manta y un pequeño farolillo de latón
con cristal rojo que pensó le sería de utilidad cuando cayera la oscuridad y
necesitara alumbrar su camino.
Durante muchos días y noches, Kadour caminó atravesando polvorientos
caminos, hermosos valles y pasos de montaña totalmente nevados sin por ello
amedrentarse, sobreviviendo gracias a la hospitalidad de los pueblos bereberes
con los que se cruzó.
Una semana después del inicio de su viaje llegó a un árido desierto en el
que a punto estuvo de perder la vida, desorientado, sediento y soportando las
grandes diferencias de temperatura entre el día y la noche. Finalmente y tras
varias jornadas más, el desierto dió paso a un terreno más amigable que a su
vez desembocó en un valle de un verde lujurioso, surcado de ríos y arroyos y
rematado en el horizonte por los deslumbrantes minaretes que brillaban tras los
muros de lo que debía ser una gran ciudad.
Kadour se aproximó a las puertas de la ciudad y pronto se encontró en un
mercado rodeado de gente, ávidos de saber quién era y de donde venía. Todos se
extrañaban de su extraño dialecto y aspecto, ya que nunca habían visto a nadie
que no fuera de aquellas tierras. Tal fue la conmoción que provocó su repentina
llegada que enseguida le llevaron en presencia del Pachá. Nunca antes Kadour
había visto semejante lujo y riqueza. El palacio en el que residía el Pacha era
una fuente de riqueza y todos los adornos y utensilios, incluso los más
triviales, estaban engarzados en oro y diamantes. Las esmeraldas se apilaban en
bandejas de plata en cualquier esquina y los pomos de las puertas no eran otra
cosa que enormes rubíes.
Durante tres días, y tal y como dicta el Corán, el Pachá trató a su huésped
con gran gentileza y hospitalidad. Al final del tercer día, Kadour empezó a
angustiarse. Al alba debía abandonar el palacio y la ciudad y no sabía cómo
retribuir a su amable anfitrión, pues nada tenía que pudiera ofrecerle como
muestra de agradecimiento. Revisó entre sus cosas y pronto llegó a la
conclusión de que lo único que tenía de más valor de entre sus escasas
pertenencias era su farolillo rojo, de ningún valor para el Pachá, pero supuso
que éste sabría apreciar su ofrenda ya que al fin y al cabo era lo único que
tenía, así que armado de coraje, al despuntar el día, se presentó en el salón
de audiencias ante el Pachá con su humilde ofrenda.
El Pachá tomo el farol entre sus manos y lo observó confundido. El silencio
se apoderó de la sala y la corte y Kadour observaban con inquietud las extrañas
reacciones del hombre en el trono que no levantaba su mirada y sus manos del
objeto, lo volteaba, lo agitaba con cuidado, se sorprendía con el tintineo del
latón contra su uña y acariciaba el cristal rojo extrañado. Kadour no
comprendía que era lo que causaba tanta admiración y es que este extraño pueblo
no conocía el vidrio. Se acercó para respetuosamente tomar el farol y encender
la pequeña vela que se escondía en su interior. La conmoción de la corte fue
inmediata al ver a través del cristal rojo el centelleo de la vela y gestos y
voces de admiración apagaron el silencio reinante a la vez que una amplia
sonrisa llenó la cara del Pacha.
Pasados los primeros minutos de sorpresa y regocijo ante tamaña ofrenda el
semblante del Pachá comenzó a cambiar y mostrar preocupación. ¿Cómo podía él retribuir
al extraño por semejante maravilla?. Su hospitalidad durante esos tres días era
la obligación de un buen musulmán y no tenía por qué ser retribuida pero, en
cualquier caso, esto era demasiado.
Después de meditar un buen rato ordenó que le trajeran doce camellos y los
cargo de oro, rubíes, diamantes y joyas de todo tipo y se los presentó a su huésped
avergonzado por no tener nada que pudiera igualar su regalo. Kadour sorprendido
y agradecido, abandonó la ciudad escoltado por cuarenta jinetes que le acompañaron
de vuelta hasta las puertas de Marrakech donde se despidieron de él deseándole
una larga y buena vida.
El otrora pobre vendedor de dulces, ahora y de repente, y sin entender el
motivo, era poseedor de una gran fortuna y a la semana de llegar a la ciudad se
compró un hermoso palacio con un jardín que pobló de naranjos, almendros y
limoneros y en él se instaló feliz y satisfecho con su nueva vida.
Kadour tenía un hermano llamado Said, propietario de un floreciente negocio
de dulces, que había dejado de tratarle años atrás y que no le ayudó cuando
Kadour más lo necesitaba. Ahora que su hermano era inmensamente rico, Said
trató de recuperar su favor y se presentó en su nueva residencia para
presentarle su respeto y amistad. Allí fue tratado con generosidad y sin
resentimiento por Kadour que no le guardaba ningún rencor.
Said intentó en vano descubrir la fuente de la nueva fortuna de su hermano
sin que éste le ofreciera ninguna pista así que, falto de paciencia le preguntó
directamente como la había conseguido. Entonces Kadour le contó la historia de
su penoso viaje y el final feliz pero seguía sin entender el motivo por el que
el farol había causado tan honda impresión en el Pachá. Tan solo se había
limitado a aceptar los regalos sin preocuparse demasiado ya que esa había sido
la voluntad de Alá.
Cuando Said escuchó la historia de cómo su hermano había conseguido tal
fortuna comenzó a obsesionarse día y noche con la idea de conseguir lo mismo.
Si su hermano, un pobre fracasado, lo había conseguido ofreciendo tan solo un estúpido
farol, él podía hacerlo mucho mejor así que vendió su negocio y con el dinero
que obtuvo, compró todo tipo de mercancías. Como no lo parecieron suficientes
vendió también su casa y pronto tuvo veinte mulas cargadas de lo más selectos
productos del zoco. Las pobres bestias apenas podían moverse bajo semejante
carga y así abandonó Marrakech rumbo a la extraña ciudad más allá de las
montañas siguiendo la ruta que su hermano le había descrito.
Tan pronto como llegó al Atlas fue asaltado por los bandidos que antes
habían avistado a un Kadour protegido por su pobreza. Le golpearon hasta casi
matarlo y le arrebataron toda la carga. Cuando recuperó la consciencia se
encontró con que era tan pobre como su hermano lo había sido, pero la vergüenza
le impidió dar marcha atrás y siguió su camino hasta que llegó al mismo valle
que le habían descrito.
Cuando Said llegó a la ciudad, fue inmediatamente llevado ante el Pachá y
tratado con la misma cordialidad y respeto que su hermano. Las hermosas damas
del harén cuidaron sus heridas con exóticas esencias y aceites entre cojines de
pedrería y todo tipo de lujos y confort. Fue alimentado con suculentos manjares
y tratado como un rey durante tres días al fin de los cuáles y llegado el
momento de abandonar la ciudad, lamentó haber perdido toda su fabulosa carga y
se preguntó que podría darle al Pachá en muestra de agradecimiento. De todas
sus posesiones solo le quedaba un reloj viejo y dañado pero se dijo que si su
hermano solo había regalado un pequeño farol, a buen seguro que el Pachá sabría
agradecer su ofrenda así que se decidió a presentarle el reloj como muestra de
agradecimiento por su hospitalidad y generosidad.
Said fue afortunado ya que los relojes, como el vidrio, no se conocían en
esta ciudad y su regalo causo la misma conmoción y asombro que anteriormente
había causado el farol. El Pachá sostuvo el reloj entre sus manos y parecía que
tuviera ante él las estrellas y el cielo. Meditó largamente sobre este objeto y
su incalculable valor...un instrumento para medir el tiempo....que fabuloso. No
había riqueza suficiente en su reino para retribuir a su huésped, ninguna de
sus joyas eran comparables, tan solo poseía algo tan valioso como lo que tenía
entre sus manos y ordeno muy a su pesar, que sacaran de la vitrina el regalo
que meses atrás un extraño le había ofrecido. El Pachá le presentó a Said un
cojín de terciopelo negro sobre el que descansaba un farol rojo.
Y así fue como Said abandonó la ciudad rumbo a Marrakech. Entre sus únicas
pertenencias estaba su farol rojo y en su viaje de vuelta los ladrones no
vieron ningún motivo para causarle problemas.
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